Soltar



— Entonces, ¿qué necesitas?
— A ti.

Gabriel suspiró agotado y rodó los ojos.
Siempre llegaban a ese punto, siempre así. A ella parecía no importarle el número de veces que venía diciendo lo mismo, pero a él sí, y llevaba la cuenta de todas y cada una como marcas invisibles dibujadas sobre su pecho.

Conocía la situación de memoria. Samantha regresaba cada dieciocho días con una nueva excusa, con una disculpa atada a la punta de la lengua y diez minutos de llanto forzado que parecían hacerse interminables aunque durase lo mismo. Catorce veces se había ido y todas le permitió volver, completamente convencido de que era así como se demostraba la magnitud del querer, creyendo que de esa forma lograría que se quedase consigo. Y no era sino hasta ahora que se daba cuenta de lo terriblemente equivocado que había estado durante todo ese tiempo.

Miró el reloj por quinta vez y encendió su segundo cigarrillo.
Esta noche se le hacía demasiado larga y era mejor matarse así que con amor.

La veía hablar con dramatismo pero las palabras se perdían en el aire sin llegar a tocarle, sin hacerle daño. Después de todo lo sucedido, Sam ya no podía herirle más. No más, susurró mientras se metía ambas manos a los bolsillos. La observó nuevamente y con detenimiento. Ya no había nerviosismo ni mariposas ni calidez. Acababa de extirparse aquello que le había mantenido descompuesto por casi cuatro años.
Sonrió ampliamente ante la idea y se dio media vuelta.

— ¿Gabriel?
— Me voy.
— ¿Te vas?
— Me voy.
— Me dejas…
— Te dejo.
— Dijiste que te quedarías conmigo.
— Y tú que no ibas a hacerme daño.

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