Amo estos días, los amo todos, cuando puedo despertar y sentirla tan cerca,
y oírle respirar muy lento mientras toma mi mano bajo las mantas.
Sé que podría vivir toda mi vida en este único momento, y sería feliz.



Tengo un monstruo escurridizo, obscuro, pesado, que se oculta tras dos sombras y cuelga de mi pecho,
al que le gustan las camisas dos tallas más grandes y le aterra el sol; o más concretamente: el verano.

Se refugia entre capas de ropa que casi nunca combinan y camina sin erguirse demasiado para intentar ocultarse del resto, siempre dando pasos agigantados al oír su nombre.

Le resulta prácticamente imposible imaginarse en una playa, en un baño que no es el suyo, desprendiéndose de su coraza de tela y siendo enteramente libre.

Ha llegado hasta este punto en el que él sólo se resigna, en cambio, a mantenerse en vela frente a un espejo que le cubre desde los pies a la cabeza y le recuerda cada noche, detalle tras detalle, todo aquello que le hace ser completamente dispensable.

Delgado.
Pequeño.
Frágil.


Tengo un monstruo que le teme a su propio reflejo, a su pubertad tardía, a la falta y al exceso, pero un monstruo que se permite también soñar a veces con ser más, con convertirse en más, y estamos aquí juntos aprendiendo.

Mi nombre es Mitchell, tengo diecinueve años y mi monstruo se llama disforia. Y el tuyo, ¿cómo se llama?


Tiemblo. Las voces aquí dentro parecen no inmutarse.
El corazón me palpita tan fuerte que casi lo siento en la boca; se mantiene atorado en mi garganta.
Releo su mensaje una y otra vez sin detenerme, tal vez con la esperanza de hacerlo menos real a medida que avanza el tiempo, pero sólo consigo aumentar las punzadas de dolor que anidan mi pecho.

«Es una broma», me digo. Y espero.

Han pasado ya cuatro horas enteras y aún no logro entender qué ha sucedido exactamente a mí alrededor.
No hubo más mensajes. Sólo sé que algo se ha roto, de eso estoy seguro.
Lo que no consigo descubrir es qué fue primero, si sus promesas o mi corazón.

«A veces me pasa que no tengo palabras para decirte lo que siento.
Entonces es cuando me quedo callado mirándote,
esperando que puedas leer de mis ojos que te amo»
.

Otras veces, sucede que tengo tanto por
decir que las palabras se aglomeran y
atropellan unas a otras dentro de mi boca.
Y trago en seco, y te miro una vez más.
Me quedo prendido de ti y me salta un
'te amo' en el pecho que no pronuncio,
que no digo por miedo a ser
inoportuno o sonar apresurado.
Entonces sonríes y algo en mí se alborota.
Y me lo dices tú, y muero un poquito.


Estaban equivocados. Ella no era perfecta, sino todo lo contrario.
Era un cúmulo de imperfecciones vibrantes que te hacía sentir vivo, pero también estaba rota, también estaba triste. Vacía, como el cajón de nuestra mesita de noche aquella tarde de abril cuando descubrí que se había ido; sin una carta, sin un portazo, sin un adiós. Sin nada que pudiese haberme alejado de sus brazos mientras dormía, o del latido acelerado de su corazón junto a mi pecho cuando me decía que yo era lo único bonito que podía tener el mundo. Y es que tal vez se fue por eso, para no arruinarme, teniendo la esperanza de que al irse no me quedaría nada más que levantarme.

—Pero cariño, mírame, yo también estoy roto, yo también estoy triste.



Él era paranoico y compulsivo, y cargaba con un enemigo que lo convertía en polvo desde dentro, uno del que no podía simplemente escapar. Estaba allí antes de irse a la cama y nuevamente al despertar, convirtiendo cada día en algo completamente insoportable. Su mal humor se debía a eso, a los dolores repentinos que generaba cada golpe incesante en las paredes de su mente, en el eco que formaba aquella voz y las cosas que decía. Nunca se callaba, nunca se cansaba de gritar. Parecía no encontrarse satisfecho con aquello que causaba y siempre iba a por más.

— ¿Gabriel?
— ¿Qué? ¡Sí!
— No me prestas atención.
— Lo siento...
— ¿En qué pensabas?

Se sentía tentado cada vez que Samantha le preguntaba eso.
La veía y sabía que ella necesitaba saberlo, que debía decírselo, pero tenía miedo.
¿Cómo le explicas a alguien que dentro de ti reside algo que te incita a hacer cosas que no quieres?, ¿cómo le hablas de una voz que te mantiene alerta las veinticuatro horas del día y en ciertas noches no te permite ni siquiera conciliar el sueño?, ¿cómo podrías hacerlo sin que piense que estás loco? O peor aún, ¿cómo evitas que la única persona de la que te has enamorado realmente se aleje de ti?

Sólo Sam había logrado hacerle sentir tanto; cosas reales, emociones reales.
Era total y completamente transparente con ella aunque la idea de mostrarse frágil y exponerse de ese modo le hubiese resultado siempre extremadamente desagradable.
Sin embargo, allí estaba, con el corazón latiéndole ferozmente cada vez que la veía llegar y unas ganas irrefrenables de sentirla cerca, cada vez más cerca. Sólo ella hacía que la voz cesara y el sentimiento de culpa constante se redujera hasta casi ser imperceptible.

No podía hacerlo, no podía permitirse perder lo único que lo mantenía sujeto a la cordura, pero entre tantas otras cosas, no podía permitirse perderla a ella porque la quería, porque a pesar de no saber cómo era que se sentía el amor, de alguna forma tenía la certeza de que se encontraba completamente enamorado.

— ¿Sam?
— Dime.
— Te amo.
— Yo también te amo.


— Entonces, ¿qué necesitas?
— A ti.

Gabriel suspiró agotado y rodó los ojos.
Siempre llegaban a ese punto, siempre así. A ella parecía no importarle el número de veces que venía diciendo lo mismo, pero a él sí, y llevaba la cuenta de todas y cada una como marcas invisibles dibujadas sobre su pecho.

Conocía la situación de memoria. Samantha regresaba cada dieciocho días con una nueva excusa, con una disculpa atada a la punta de la lengua y diez minutos de llanto forzado que parecían hacerse interminables aunque durase lo mismo. Catorce veces se había ido y todas le permitió volver, completamente convencido de que era así como se demostraba la magnitud del querer, creyendo que de esa forma lograría que se quedase consigo. Y no era sino hasta ahora que se daba cuenta de lo terriblemente equivocado que había estado durante todo ese tiempo.

Miró el reloj por quinta vez y encendió su segundo cigarrillo.
Esta noche se le hacía demasiado larga y era mejor matarse así que con amor.

La veía hablar con dramatismo pero las palabras se perdían en el aire sin llegar a tocarle, sin hacerle daño. Después de todo lo sucedido, Sam ya no podía herirle más. No más, susurró mientras se metía ambas manos a los bolsillos. La observó nuevamente y con detenimiento. Ya no había nerviosismo ni mariposas ni calidez. Acababa de extirparse aquello que le había mantenido descompuesto por casi cuatro años.
Sonrió ampliamente ante la idea y se dio media vuelta.

— ¿Gabriel?
— Me voy.
— ¿Te vas?
— Me voy.
— Me dejas…
— Te dejo.
— Dijiste que te quedarías conmigo.
— Y tú que no ibas a hacerme daño.


Un disparo sacude el bosque de Hawthorne.
Las aves se elevan mientras dos figuras contrastan con la quietud de la noche.
El gruñido de una de ellas rompe el silencio.

Dos disparos más.

Un último suspiro agonizante parece marcar el final de todo.
Regina observa el cuerpo del animal y sonríe triunfante mientras levanta su Colt y dispara nuevamente:

—Para estar seguros.

A lo lejos, la luna se ve repentinamente opacada por una sombra descomunal que aparece sin hacer ruido alguno. Zigzaguea esquivando árboles con precisión, como si no notase la velocidad en la que avanza y tuviera prisa por llegar a su destino. Divisa el cadáver de su compañero y salta desde la oscuridad, imponiéndose.

Los ojos de presa y cazadora se encuentran y el cielo parece dividirse en un instante cuando ambos se reconocen. Ella pronuncia su nombre, a él se le hiela el corazón.

Sólo quedan tres balas.


Eres.
Esa manecilla del reloj que gira tres veces cuando va a pararse.
Giras y me miras como diciendo corre, pero me quedo.
A partir de aquí la culpa es nuestra.
Medio tuya por querer irte, medio mía por no dejarte ir.


Ella estaba herida, yo lo sabía.
No conocía su dolor pero sí su sufrimiento, y era más que suficiente.
La miré de regreso, alternando entre las lágrimas que recorrían sus mejillas y sus nudillos lastimados, acunándola sin decirle nada, sin poder decir absolutamente nada. Ella pareció notarlo.

—No quiero que sientas lástima por mí…

Tomó mis manos y me perdí nuevamente en sus ojos, en el vibrante sonido de su voz y algo dentro de mí estalló. Estallaron las ganas que tenía acumuladas, las llamadas que nunca hice, las cartas que jamás escribí, los te amo que no llegué a decir. Todo aquí, escondido en el fondo de mi pecho durante dos inviernos que me parecieron mucho menos fríos que su ausencia.

Había pasado tanto... pero estaba de regreso, ahora estaba conmigo y eso pareció bastarle a mi corazón que palpitó descontrolado mientras me aferraba a ella y sollozaba con fuerza, sin siquiera poder evitarlo. Fue entonces cuando entendió lo que sentía, y supo que tenía todo mi amor volcado en mis manos que no dejaban de tocarla, que no podían dejar de tocarla por miedo a que no fuese real y desapareciese una vez más.

—No voy a irme.

Susurró con convicción antes de besarme.
Y eso también bastó.

Ya no sé qué hacer.
No sé cómo tocarte,
dónde tocarte,
por qué tocarte.

Tu cuerpo parece tan pequeño,
tan escaso
ahora,
que te aferro a mí
y no me alcanza.

Podría hacerlo
—toda la vida—.

Jamás sería suficiente,
nunca es suficiente,
nunca basta.

No podría cansarme de ti.