Veintisiete



Ella estaba herida, yo lo sabía.
No conocía su dolor pero sí su sufrimiento, y era más que suficiente.
La miré de regreso, alternando entre las lágrimas que recorrían sus mejillas y sus nudillos lastimados, acunándola sin decirle nada, sin poder decir absolutamente nada. Ella pareció notarlo.

—No quiero que sientas lástima por mí…

Tomó mis manos y me perdí nuevamente en sus ojos, en el vibrante sonido de su voz y algo dentro de mí estalló. Estallaron las ganas que tenía acumuladas, las llamadas que nunca hice, las cartas que jamás escribí, los te amo que no llegué a decir. Todo aquí, escondido en el fondo de mi pecho durante dos inviernos que me parecieron mucho menos fríos que su ausencia.

Había pasado tanto... pero estaba de regreso, ahora estaba conmigo y eso pareció bastarle a mi corazón que palpitó descontrolado mientras me aferraba a ella y sollozaba con fuerza, sin siquiera poder evitarlo. Fue entonces cuando entendió lo que sentía, y supo que tenía todo mi amor volcado en mis manos que no dejaban de tocarla, que no podían dejar de tocarla por miedo a que no fuese real y desapareciese una vez más.

—No voy a irme.

Susurró con convicción antes de besarme.
Y eso también bastó.

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